Si hay un tema recurrente y siempre actual en la crianza o en nuestra relación con los niños, ese es el tema de los límites, un tema complejo y amplio que según cómo lo miremos, podemos fortalecernos y fortalecer nuestros vínculos, o más bien podemos ir debilitándonos.

En cada momento, fase o etapa de su desarrollo, los niños nos van planteando diferentes tipos de interrogantes en relación a este tema, que los adultos muchas veces no sabemos cómo abordar, ni por dónde empezamos.

En la actualidad particularmente siento, que somos una generación de padres que queremos criar a nuestros hijos, o educar a los niños desde la libertad y el respeto por sus procesos singulares, cuando nosotros mismos no lo hemos vivido, partiendo de una idea o una imagen a la que queremos llegar, pero sin tener referentes vivenciales ni antecedentes reales.

Desde este objetivo a conseguir –que muchas veces se traduce en: no quiero que mi hijo viva lo que yo he vivido, o también: yo no voy a hacer lo que mis padres han hecho conmigo- desde este ideal de respetar al niño, nos creamos tantas pero tantas confusiones en relación a los límites, que algunas veces, nos pasamos del otro lado –esta es mi sensación en general-

Desde lo que he recogido en mi experiencia personal y profesional entre familias, percibo como una especie de asociación de los límites a los niños como si fuera algo negativo. Quiero decir, que percibo la sensación de cierto sentimiento de culpa o de malestar a la hora de poner un límite claro.

Es como sí sintiéramos que somos “padres duros” cuando coartamos a los pequeños; que queremos ser padres guays, y a veces, desde aquí, casi sin darnos cuenta nos ponemos a hacer de “colegas” de los niños.

Mucho tiene que ver con este sentimiento de culpa, el hecho de que pasamos largas horas fuera de casa sin nuestros hijos para ir al trabajo, y que cuando llegamos a verlos estamos agotados y sin aliento para acoger su demanda y hasta su malestar, consecuencia lógica de esta separación temprana que no es necesaria –ni saludable- para los pequeños, pero que el mundo actual –que prioriza lo económico por sobre lo humano- nos reclama para nuestra  propia subsistencia.

Desde este sentir culposo –muy mal amigo de la crianza sana-, y desde este lugar –descolocado- de igualdad con los pequeños, permitimos de más y perdemos el control de lo que acontece –y a veces perdemos los papeles también! Y tanto que los perdemos! Quedamos atrapados en la emoción sin percibir más allá lo que sucede y no estamos presentes ni enteros para transmitir con fuerza y claridad ese mensaje: NO!!!

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En “El Amor que nos Cura”, Boris Cyrulnik nos habla de los bebés gigantes, esos niños que han sido “educados” SIN LIMITES y que han tomado más fuerza que sus padres, convirtiéndose en los dueños de la casa y ejerciendo de tiranos de la familia. Esto es fuerte, pero es claramente lo que sucede a un niño cuyos padres no le ponen límites, no se puede controlar ni limitar, nadie le ha enseñado… y pide a gritos eso que nunca llega… porque los padres se han hecho tan pequeños frente a él, que ya no saben cómo llevarlo. Y desde luego, tanto este niño como sus padres, tendrán muchas dificultades de relacionarse socialmente con los otros.

Y del otro lado del péndulo, tenemos a los niños que desde el miedo y autoritarismo han sido “educados” –en realidad la palabra es manipulados-, esos niños “ejemplo” que “se portan bien en la escuela”, que saludan cuando toca, que sacan buenas notas y por eso los reyes magos les traen  regalos, o los papis les compramos algo. Son los niños sumisos, que pierden la conexión con su sentir interior priorizando el poder ser amados. En realidad estos niños no han aprendido el respeto de manera real, sólo han sumisamente aceptado.

Y nosotros los padres, los adultos, oscilamos por momentos entre estos dos vértices sin encontrar el equilibrio adecuado…

A veces me descubro a mí misma, poniendo límites a mi hijo desde un lugar que no sólo no le llega a él, sino que yo tampoco me lo creo… y dentro de mí sé, que esto que hago o digo no va bien, pero es lo que mejor me sale en ese momento… Íntimamente siento que he fracasado, cuando la cosa se va de las manos y llegamos al límite del límite…

Entonces aparece fácilmente ese “límite ciego” que francamente, tiene más de norma autoritaria que dice lo que puede ser o no puede ser, sin mirar al niño ni más allá de él y :punto se acabó –esto íntimamente separa, al igual que el castigo- y que, se diferencia claramente del límite amoroso que cuida –y que une-, en el sentido en que éste, limita lo que el niño desea pero sin desvalorizarlo ni a él ni a su sentir y mirando cuál es la verdadera necesidad que se esconde detrás de lo que el niño nos trae con su frustración y  su rabieta.

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Si vamos afinando nuestra mirada, podemos des-cubrir que detrás del límite al niño, en realidad lo que se pone en juego son nuestros propios límites.

Por eso es necesario una mirada interna, una auto-observación o mejor, un proceso de toma de responsabilidad personal frente a nuestra propia historia, y de lo que de ella vamos reproduciendo y proyectando –no sólo en el niño, también en la pareja, o en nuestras relaciones con los otros-.

Porque muchas veces, no somos conscientes de nuestros propios límites, entonces vamos “aguantando”, “conteniéndonos” hasta que algo se pone cada vez más tenso y el niño se sube tanto que pierde su autocontrol. Entonces tenemos que “contener” al niño.

Ahora bien, una vez vamos asumiendo nuestra responsabilidad en esto, no podemos dejar que un niño se lastime a sí mismo, ni lastime a los otros, a nosotros o a su entorno cercano.

Para mí, este es el momento en dónde la contención no sólo es necesaria, sino que es lo adecuado. Una contención es un abrazo que limita y que permite hacer sentir al niño que él es el pequeño, que está limitado en su fuerza, que no le vamos a dejar salir de allí hasta que algo íntimo en él cambie: y esto se da cuando el niño puede llorar y descargar en ese abrazo, toda esa tensión interna que estaba conteniendo y que le revolvía por dentro sin saber qué hacer con ello.

Entonces, cuando hemos podido contener y entregarnos con fortaleza a este abrazo –que tal vez demande más tiempo del que pensamos- y el niño siente íntimamente que la fuerza del adulto es superior, que él está limitado, siente físicamente el límite, lo vive, entonces esto le sienta tan bien, que le coloca nuevamente en su lugar de pequeño y hasta su cara cambia! Realmente se relaja. Y lejos de sentir rabia por el adulto, le busca con amor, permitiéndonos comprender que ésta ha sido una intervención adecuada.

En este sentido, es absolutamente responsabilidad del adulto transmitir a los niños los límites necesarios e importantes para la vida, límites que nos permiten respetar las singularidades de lo propio, de los otros y del entorno. Este tema es realmente serio y así debemos tomarlo, en tanto los límites son uno de los pilares fundamentales para una crianza equilibrada.