Me interesa ampliar la mirada sobre una idea que se encuentra muy instalada en el imaginario social y que desde mi punto de vista, perturba aquello sobre lo que quiere incidir.

Me refiero al tema de la agresividad y a su abordaje tanto desde el ámbito de lo familiar como desde lo Institucional, en relación a lo que esta fuerza íntima de la vida pone en juego cuando se manifiesta.

Me refiero a esa intención inmediata de acallar, por parte de la mayoría de nosotros los adultos, toda aquella emoción que acontezca de manera intensa y que no sea agradable como por ejemplo lo es “la alegría, o la sensación de felicidad”.

La agresividad es una fuerza, una pulsión, una energía vital esencial para que se produzca la vida: “Impulso que permite el tránsito por el canal del parto, esta fuerza inicial propicia el nacimiento, la lactancia y el desplazamiento desde lo biológico hacia lo social”.

Es decir, que a priori no sólo la agresividad nos es intrínsecamente constitutiva, sino también necesaria para VIVIR. Sin ella, la vida no tendría fuerza para advenirse!

Por tanto, no hay nada más contraproducente para una sociedad que se pretenda “saludable” que reprimir, rechazar, silenciar, algo que le pertenece y le es propio, en vez de mirarlo, tomarlo, integrarlo como parte de su naturaleza, como fuerza que bien encauzada, puede sublimarse –desviarse hacia metas u objetivos nuevos- para dar lugar a la propia supervivencia, al movimiento, a la sexualidad, a la creación, a la producción, a la vida y a todo lo que de entrada necesite fuerza o impulso para realizarse.

Llevamos un ritmo cotidiano cada vez más exigente e intenso, y desde la intención de ponernos las cosas fáciles, vamos evitando complicaciones y mutilando lo que pensamos que nos va mal. Con el conflicto sucede eso; tenemos una imagen negativa de él y no podemos siquiera intuir lo que nos trae como oportunidad.

Observando a los niños en sus procesos iniciales de “familiarización” a la escuela, he constatado que, es a través del conflicto donde se produce el primer contacto con el otro, como una puerta de entrada para medir fuerzas, para reconocerme y comenzar a socializar. Es como hacerse visible frente los pares, y decirles: aquí estoy me presento, esta es mi fuerza y ahora veremos que tal! Pero ahí vamos de prisa los adultos y nos anticipamos, tomando partido e intentando resolver sus conflictos, expropiándoles a los pequeños de ese aprendizaje fundamental.

Lo curioso es que los adultos no estamos acostumbrados siquiera a decir lo que nos pasa, lo que nos duele, lo que nos molesta, por miedo a que el otro se pueda enfadar. Evitamos el conflicto para no crear malestar y justamente lo creamos al no poder expresar nuestro sentir, y así nos vamos separando aún más de corazón con el otro.

Sin embargo, la actitud que fortalece frente a un conflicto tiene que ver con atravesarlo, vivir sin resistencia el dolor que nos produce, tomar distancia para tener perspectiva y percibir cuál es el mensaje que hay detrás, qué es lo que se tiene que equilibrar o deberíamos transformar.

La imagen que me gusta utilizar para comprender esto, esa especie de silenciamiento de lo que “me molesta, inquieta o desagrada” podría ser la del ciclo natural de la vida, con sus cuatro estaciones: PRIMAVERA, VERANO, OTOÑO, INVIERNO. Imaginemos que frente a la totalidad de lo que la vida es, yo decida internamente que como a mí no me gusta el invierno pues sólo me voy a quedar con el verano; cómo no me gusta el lunes, sólo quiero vivir los sábados, y prefiero las mañanas a las noches: absurdo ¿no?

Pues con las emociones intensas y los conflictos es lo que hacemos: rechazamos la que no nos gusta, seguramente porque algo de eso resuena dentro de mí, y damos sólo lugar a lo “bueno y agradable”. Es como si le pidiéramos a los niños que estén siempre BIEN Y CONTENTOS desde nuestra dificultad para sostener y/o acompañar las frustraciones. Y es como si nos lo pidiéramos también a nosotros mismos: “tenemos que ser felices” y nos cuesta permitirnos o nos invade la culpa al dejarnos sentir la tristeza y el malestar.

Cuando un niño manifiesta este tipo de pulsiones tan intensas, los adultos quedamos en jaque y lo primero que intentamos es calmar, e impedir que algo fuerte suceda, sin ser conscientes que todo lo que se reprime retorna, y que si no tiene una puerta de salida abierta, generará como respuesta en el interior del niño una gran inquietud que dará lugar posteriormente -si esto es lo que vive sucesivamente-, o bien a actitudes agresivas, o bien a actitudes de las llamadas “hiperactivas” o bien una actitud resignada de desconectar/me de lo que siento para no causar problemas y ser como todo hijo –o alumno- pretende, muy querido.

Entonces, este es el mensaje que subyace y está invisiblemente instalado en casa, pero sobre todo en las centros y escuelas, dónde el niño pasará la mayor parte de las horas del día y una importantísima parte de su vida.

Ahora bien, somos testigos de la precariedad de recursos humanos desde la que están sostenidas las instituciones educativas desde la temprana infancia, sobre todo en relación a las ratios, las largas jornadas de trabajo, los convenios que no terminan de ajustarse – en algunas escuelas Bressol.

Constatamos que en la mayoría de los centros se trabaja en condiciones de muchos estrés y muy exigidas por la cantidad de trabajo y de manos que se necesitarían para abrazar a los pequeños que tienen esa necesidad, por lo que desde luego dentro de este marco será el niño resignado el que se vislumbre como el más saludable. Es ese niño que entiende desde su frustración inicial de separación, que sus necesidades vitales básicas no serán adecuadamente acogidas ni atendidas como él lo necesita y por ende ya ni busca ni espera del otro y se resigna, se acostumbra y aguanta con su cuerpo sutil lo que le toca.

Este niño “bueno”, en la medida en que no hace ruido y nos permite trabajar con los demás niños, es un problema menos que tenemos a la hora de convivir con todas las dificultades que se suceden día a día.

Pero entonces, observemos esta trampa del sistema que de fondo es violento de por sí, cuando invita a separar tempranamente a los hijos de sus madres y padres, y cuando agrupa a muchos niños muy dependientes de cuidados, con pocos adultos disponibles, que van saturados sin poder ofrecer la presencia y atención de calidad que se necesita.

Desde aquí, desde esta violencia simbólica aparentemente invisible y silenciosa, la agresividad natural se va convirtiendo en agresividad destructiva o propiamente en violencia. Cuando el niño da señales de su malestar, pegando, mordiendo, gritando, sólo necesita alguien que lo abrace y lo cuide, que lo toque y lo contenga, que le acompañe y que mire más allá de lo que muestra. Pero esto como materialmente es imposible –las maestras/cuidadoras no llegan a todos-, a veces lo más efectivo es derivar al niño al Psicólogo, que muy probablemente le diagnosticará con TDAH (que es el diagnóstico por excelencia que agrupa todo lo que como profesionales no podemos explicar), para luego medicarlo y así silenciarlo.

En realidad el niño que hace ruido y molesta es el que está más conectado con sus necesidades auténticas y por eso insiste y no se quiera resignar. Esta posición no sólo es legítima sino también saludable y por ende lo que fortalece es poderlo acompañar. Es como decir: SI, esto sucede y yo estoy aquí a tu lado, puedes llorar sin dañarte ni dañar, en lugar de: No, pasa nada no llores, mira esto, mira aquello míralo lo otro y distraerlo desde la incapacidad de empatizar.

Considero que es inmediatamente necesario para el desarrollo saludable no sólo de los niños sino de toda la sociedad, analizar en profundidad las políticas destinadas a la Crianza (0-3), a la Educación y a la Salud Pública, e invertir sobre todo en EL CUIDADO DE LOS PRIMEROS AÑOS DE VIDA! Y aquí me atrevo a diferenciar el ámbito del 0-3 de lo educativo, en la medida en que un ser (sutil) humano menor de un año, sólo necesita las condiciones externas adecuadas parar terminar de completar su proceso madurativo (a los 21 meses extrauterinos), y si no puede disponer del cuerpo de su madre, que es el Habitad/Nido natural para un desarrollo saludable, entonces lo ideal sería ofrecerle un cuidado de calidad y calidez, ambientes preparados, adultos silenciosos, presentes y disponibles que no estimulan ni enseñan, sino que contemplan, abrazan y acompañan.

En definitiva, lo “saludable” frente a las separaciones tempranas sería desde el punto de vista de las necesidades del pequeño, que se le ofrezca la posibilidad de un “otro” que ejerza la “función materna” y entonces esta errada separación, no incidirá tanto en activar la agresividad “destructiva” y en generar invisiblemente violencia.

Porque hemos llegado al punto en dónde se ha establecido algo patológico como lo normal, o peor aún como lo adecuado. Porque de alguna manera cuando una familia tiene un hijo, de entrada desde el sistema así montado, la impulsamos a separase para trabajar, y se establece como lo que toca, lo posible, lo que es, sin mirar los costes a futuro que esto tiene en el cultivo silencioso de la agresividad.

Por eso, cuando llega una consulta sobre un niño con conductas agresivas que se repiten sistemáticamente, tenemos que mirar en profundidad:

Cuál es la realidad que el niño vive y si es adecuada para su momento de desarrollo; ¿cuántas horas pasa en su casa y con su mamá? ; ¿cómo están sus padres y cómo se vinculan con él? ; ¿cómo es el ambiente que diariamente respira? ; ¿qué pedido/necesidad puede haber detrás de su malestar? ; ¿podemos modificar algo de nuestra realidad?

Pensemos que en estos tiempos pretendemos acelerar la infancia de una manera vertiginosa; pensemos en el ritmo biológico de los seres humanos que deberíamos respetar, pensemos en la poco presencia real de la que disponen nuestros niños y sobre todo en la escasa disponibilidad emocional para acoger oacompañar esa energía “agresiva” que muestra su malestar.

Pensemos en las horas que pasan sin su familia, pensemos en las pantallas que ahora los absorben y sustituyen el AMOR NUTRITIVO por PASIVIDAD.

Los adultos no sabemos tolerar la frustración y nos frustramos con los niños que se frustran y no saben tolerarla, y desde aquí –como dice Jeesper Juul en su libro «Agresión»-, vamos convirtiendo la agresividad en un TABU SOCIAL y en consecuencia generamos más violencia.

Se trataría entonces de aprender a mirar con otros ojos lo que no me gusta, asentir a lo que ocurre sin intentar escapar, de vivir las consecuencias de mis equivocaciones y de mis propias emociones intensas sin juzgarme sino mejor abrazarme para poderlas abrazar, pero sobre todo de tomar perspectiva para ampliar la conciencia y mirada y así comprender qué es lo que cada situación fuerte que me trae y, recordar que detrás de eso hay una oportunidad.